Nací y crecí contiguo al taller de ebanistería de mi padre, que también era apicultor.
Fui arrullado por el ronroneo de las sierras, el runrún de los serruchos, el raspado de lijas y cepillos.
El delicioso sabor floral ácido dulce de la miel de abejas,
fue parte de mi alimento cotidiano, y lo sigue siendo.
Mas adelante la escuela, el colegio, la universidad y el azar me llevaron por un rumbo distinto al de mis orígenes, el de las oficinas, los escritorios, los papeles y las aulas.
Así es la vida, tiene sus recovecos, especialmente cuando de ganarse el sustento diario se trata.

En materia de elección profesional intenté con filosofía y filología que, desde muchacho me gustaban.
Leía lo que caía en mis manos, particularmente los libros que usaba mi hermano en cuarto y quinto de colegio y después en primeros años de la universidad.
Y resulta que, por más que quise, no pude seguir ninguna de esas carreras, que se impartían solamente en las mañanas en la UCR.
De manera que las circunstancias me encaminaron hacia la Escuela de Administración Pública de la Facultad de economía.
Y ahí me gradué después de largos 10 años accidentados de estudio.

En cuanto a los quehaceres para ganarme la vida recuerdo cuando, adolescente aún, estaba intentando engancharme en la Dos Pinos como repartidor de leche, que lo hacían en horas de la madrugada, en camiones cargados de botellas de deliciosa leche blanca y cremosa, que las dejaban tempranito en la acera o en las gradas, a la entrada de las casas.
Eran otros tiempos.
Y estaba yo en esas cuando mi padrino me dijo que trabajara como conserje en la oficina que él tenía con otro abogado, frente a las oficinas de la CCSS en San José, donde hoy está el edificio alto del Banco Nacional.
Ahí trabajé casi dos años haciendo el aseo y los mandados, sin conocer al principio la ciudad, porque estaba recién llegado de Esparta que, en ese tiempo, estaba a más de cuatro horas de distancia en bus.
Y no existían los edificios de La Corte que conocemos hoy, y las oficinas judiciales estaban dispersas por toda la ciudad. Aprendí mucho estando ahí de la armazón institucional del estado y su funcionamiento,
y de redacción y asuntos legales.
Pasado el tiempo, los abogados de las oficinas vecinas en el mismo piso, me encargaban la preparación de escrituras y otras tareas.
Y así me ganaba algunas extras y complementaba el sueldillo semanal que era de 30 colones.
Y estaba yo ahí cuando murió mi padre.
Y tuve que salir para atender las cosechas o “cortas” de miel, como se le llama al proceso de extracción de ese delicioso néctar, de varios colmenares de papá que después quedaron en manos de un socio.
Y pasado un tiempo, esperaba yo que me llamaran para trabajar como bodeguero en la aduana de Puntarenas, cuando en eso me llamaron del MInisterio de Obras Públicas para trabajar como oficinista 1, con un sueldo de 475 colones por mes.
Y ahí comienza mi periplo a través de la Administración Pública, originado tal vez en una casualidad, así es la vida.
La necesidad imperiosa de solventar la vida es una suerte de angustiosa interinidad, que lo puede mandar a uno quién sabe dónde.
Ese largo recorrido lo concluí como profesor de la UNA, lo que también hice en la UCR y que finalmente combiné con la Dirección de Recursos Humanos del A y A.
Y por fin me acogí a la jubilación, con más de 30 años de servicio.
Y bueno, así terminó mi carrera laboral en el Sector Público, y se inició mi nueva vida de jubilado.
Durante el primer año simplemente me dejé vivir en el asombro de no tener que cumplir horarios, en una muy soportable levedad del ser, para contrariar a Milán Kundera.
Estaba estrenando mi pequeña casa en Vargas Araya, en un lote de dos niveles que invitaba a la construcción.
Y fue así, al final del plazo de ese año, sin habérmelo propuesto ni pensado siquiera, que vinieron a mis manos el martillo, el serrucho, la cinta métrica y las demás herramienta que requiere un carpintero.
Y dio inicio mi nueva vida.
La que por cierto, me hubiera gustado vivir desde el inicio de mi vida laboral.
La que estaba quieta y oculta en mis genes, a la espera del momento propicio para saltar a la escena titular de mi vida.
Y dede entonces, hace ya más de 30 años, la carpintería de la construcción vino a ser mi modus operandi y mi modus vivendi.
Comencé haciendo mis pequeñas obras de construcción yo mismo. Aprendiendo mientras lo hacía. Presto a corregir y a comenzar de nuevo.
Contratando solo lo necesario. Ahorrando para los materiales y, cuando éstos se acababan, deteniéndome para volver ahorrar y continuar de nuevo. Y así por años de años.
Varios de los apartamentos y casas que he hecho, los ocupé sin terminar, en tienda de campaña, donde vivía con mi esposa y mi hija Lucia chiquitilla.
Si, así, al mejor estilo gitano, pero trabaje que trabaje, para concluir la vivienda y poder alquilar y pasar a otra para hacer lo mismo.
Han sido los mejores años de mi vida.
Y siguen siéndolo, aunque ahora tengo que tener en cuenta mi edad, y mejor contrato mano de obra y superviso y dirijo.

He tenido varias otras propiedades, la primera en San Mateo que compré con parte de mis prestaciones, donde remodelé la casa, hice otras mejoras, viví un tiempo y después vendí.
También en Dulce Nombre de Tres Ríos, en Guadalupe y en Loma Alta de Esparza.
Ésta última por 20 maravillosos años de mi vida, durante los cuales reconecté mi truncado cordón umbilical y aprendí del campo y la madera, con el entusiasmo a tope, todo lo que se necesita para manejar una finquita.
Un tesoro con vista panorámica al Golfo.
Ahora tengo una finquita en la parte norte de Atenas, con unas vistas espectaculares al Valle Central, el Volcán Poas, el Barba y el cerro Zurquí, amén de la ciudad de Naranjo y alrededores.
Y ahí, en proceso, una primera cabaña, entre otras que pretendo construir.
Proyectos no me faltan, lo que me falta es plata.
Ahora mismo estoy a punto de iniciar en Orotina la construcción de una pequeña vivienda, en el hermoso lote donde Lucía construyó su casa de ella.
Tendrá que ser por partes, no será la primera vez. Adicionalmente lo que necesito es una hamaca para acomodarme a leer, y escribir en mi Apple celular.

Entremetida en todos esos años ha estado la literatura y la poesía. Y tiene que seguir estándolo, ahora como columna vertebral de mi existencia. “Sine quo not”