No se muy bien cómo referirlo, pero lo cierto es que el señor venía todos los lunes, supuestamente desde Puntarenas o de algún pueblo de La Península, a mi casa en Esparta (eran otros tiempos y esa travesía duraba más de una hora en autobús), a comprarle a mi padre un montón de botellas de miel de abejas, de la que producían las abejitas en los colmenares de papá, y que tenía un color ámbar traslucido y, de sólo verla, daban ganas de comérsela.
Las llevaba en grandes bolsas coloridas de mecate. Yo estaba chiquillo todavía, tal vez en cuarto o quinto grado de la escuela y se me removió el gusanillo comercial que debo tener, no sé dónde porque nunca me lo he podido encontrar, cuando de negocios se trata. Y un día me resolví y le dije a papá que porqué no me daba unas cuantas botellas de miel para ir a venderlas al Puerto. Y así fue. Me acomodó 12 botellas en unas alforjas de mecate.
Lo cierto es que cogí el autobús de los Mora, que en ese tiempo era el único que hacía el servicio entre Esparta y Puntarenas y me fui, incierto, nervioso, porque no conocía bien Puntarenas y porque mi natural no era, ni es, el de comerciante. Y, de veras, que zapatero a su zapato. Al llegar me bajé del bus en la terminal de la Bomba Acón (de un chino de la numerosa y muy bien arraigada colonia china puntarenense, entre cuyos miembros se cuentan nada menos que doña Gilda Chen Apuy, ya fallecida, don Isidro Con Wong y hasta el muy mentado Chino Li, expresidente de la Federación de Fútbol).
No sabía por dónde empezar. Recuerdo que, preguntando, llegué al mercado del muellecito y, tímidamente, me fui tramo por tramo ofreciendo la miel. Y ninguno me compró. El precio era de dos colones por botella si mal no recuerdo. Me extrañó tremendamente que a nadie le interesara el producto. Fue desconcertante para mí, que ya estaba bastante desconcertado de por sí.
Después, titubeante, recorrí las hirvientes calles arenosas de barrio El Carmen, tocando puertas casa por casa, sudando a mares bajo la claridad reverberante del sol de medio día. Y el resultado fue el mismo, a nadie le interesaba la miel. Contrariado, sin saber qué hacer, no me quedó más opción que volverme a la Bomba Acón y tomar el bus de regreso.
Era la primera experiencia comercial en mi vida. Un completo fracaso. Qué vergüenza. Llegué a la esquina de mi casa y me asomé para ver si había alguien fuera. Pude llegar sin ser visto, pero ya dentro de la casa no me quedó más remedio que dar la cara y las explicaciones del caso. Recuerdo que estaba Chichí Chan, de la pequeña colonia china de Esparta, y que trabajaba en el taller con Papá y era muy bromista.
Para peores, papá se dejó decir que me había ido con doce botellas de miel y había regresado con trece. Y las risas y las bromas de todos no se hicieron esperar. Y por dicha todo eso pasó rápidamente al olvido. Lo que nunca, nunca he podido explicarme es, dónde diantres sería que vendía la miel, el mentado señor que llegaba los lunes, sin falta, a comprarle a papá.