Lo evidente es patente,
claro y sin la menor duda,
no hay pierde.
Pero ojo, cuidado con los cuidados como decía mi abuelita.
Lo evidente está a la vista, desnudo y sin obstáculos,
y es tan sencillo verlo
que es lo más fácil, lo más directo.
No hay que escrutar, discernir, desbrozar, en fin, como darle un chonetazo a una lora.
Y es ahí, precisamente,
donde está el busilis del asunto.
La dificultad de ver lo evidente reside, precisamente,
en la ausencia de dificultad.
El problema está, más bien,
en la turbación del observador,
cuya natural expectativa lo induce a creer que lo que busca está oculto, bien guardado o extraviado.
Ahí está la trampa.
Un ejemplo muy ilustrativo está en “La carta robada” de Edgar Allan Poe.
Resumidamente el cuento consiste en una carta comprometedora que ha sido robada a una dama, y que es recuperada por Auguste Dupin,
personaje creado por Poe
y que encarna un detective,
inspirador de Sherlock Holmes, el padre Brown, Hércules Poirot y tantos otros que siguen sus pasos.
Auguste Dupin, que ha recuperado esa carta,
sabe que es tan importante que van a intentar robársela otra vez.
Y sabe que si la lleva consigo, se la pueden quitar asaltándolo.
Y así busca el lugar más seguro donde guardarla,
y decide ponerla en su escritorio, a simple vista,
en la prensa donde pone las comunes cartas que recibe.
Por sentido común podría decirse que ese lugar es el menos apropiado para protegerla, y he ahí la clave del asunto, pues quien busca esa carta, que lo hace maliciosamente
supone, desde luego,
que debe estar oculta, bien guardada.
Así era Dupin. Así era Edgar Allan.
Otro caso en que opera, por extensión,
el principio de la carta robada de Edgar Allan,
es el caso tan conocido de los equipos de fútbol que van ganando el partido 2 a 0 cuando termina el primer tiempo.
Se trata de uno de los marcadores más traicioneros. Porque puede suceder, y a menudo sucede, que el equipo ganador, los jugadores en su intimidad emotiva, se confía creyendo que ya tiene el partido ganado.
Y cae fácilmente en la trampa de lo evidente.
Es por eso que en el camerino del equipo, en ese medio tiempo, el trabajo lo hacen los sicólogos y motivadores, para evitar que opere, también en el fútbol, el principio de “La carta robada” de Edgar Allan, ese genio loco de la literatura universal, que sigue tan vivito y coleando después de más de 170 años de muerto.
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