A mi edad, pronto a ser octogenario, pienso en la muerte próxima.
Si bien la percibo tan cerca, no me quedo pensando en ella. Vivo mi vida entretenido, ocupado en los menesteres cotidianos, y de la parca sólo a veces me acuerdo.
Y eso que la tengo cerca.
Supongo que es lo normal.
Si así no fuera y persistiera en pensar en lo próxima que está, pues seguramente caería en depresión y se me dislocaría el futuro.
La vida y la muerte son las dos caras de la vida.
Eso lo sabe uno siempre, pero con la frialdad del intelecto, no existencialmente que es otra cosa porque implica el ánimo.
Cada día que pasa se acerca el fin, lo sé, pero no como si fuera un condenado a muerte que tiene fecha y hora prestablecidas.
Y ahí, tal vez, radica el hecho de que me acerque cada día al fin, sin que por ello caiga en desesperación.
Y es que la vida misma se encarga de que la muerte sea un hecho normal entre nosotros los vivos, y más para los viejos a quienes nos queda poca vida por delante.
La situación de un condenado a muerte no es la misma por mucho que se parezca.
El no estar prefijados el día y la hora hace la diferencia.
Y algo que es determinante en la vida son los proyectos a futuro.
Ese entusiasmo, de cierta forma, prolonga la vida después de la muerte, especialmente si hay herederos que prosigan en el empeño.