Primeramente los primeros años que no fueron tan felices, llenos de miedos, malquerido. Después la pubertad con el escape vital hacia el campo y las pozas de los ríos.
Era la libertad, el más grande placer de las aguas fluviales y los anchos bosques y potreros.
Por supuesto el rígido castigo materno encima, pero yo, indomable.
Después la adolescencia inconsciente como continuidad de la niñez.
La plaza de futbol, el campo, los ríos y los amigos.
Soportando, sufriendo siempre la represión materna.
A puro güevo fue dichosa esa etapa de mi vida.
Reprimida, mutilada.
Aprendí la rebeldía como escape vital, no tenía otra salida.
La segunda parte de la adolescencia, a partir de los 16, fue gris, triste, trabajosa. Hubo que hacerle fuerza, pero salí de ella para entrar en la juventud (de esos túneles nunca se sale).
Después trabajo, colegio, universidad.
Y una ajetreada vida laboral.
Y la vida personal siguiendo un orden básico, la supervivencia y el peso de la vida futura por venir.
Lo demás fuera de foco.
Una fuerza, una inyección ideológica que venía de mi padre, a travez de mi madre, fue positiva y me hizo resistir y seguir adelante.
Limpié pisos.
Lavé inodoros.
Hice mandados en una ciudad desconocida.
Por dicha los hijos que vinieron en las distintas etapas de mi vida, estuvieron y están bien.
Lo contrario sería la infelicidad como lápida imposible.
Ahora estoy en la cúspide de mi vida.
Mejor dicho la cúspide de mi edad.
Viendo el camino andado.
La mayor parte como autómata en los senderos azarosos de la realidad.
Pienso, observo.
Atento en la contemplación.
Como si lo vivido vivido está y el porvenir, por venir.
Estoy quieto en la cúspide, cimbreado en el momento.