Cuando alguien muere,
muere completamente y para siempre.
Desaparece del mundo de los vivos,
ya no existe.
Y el cuerpo exánime que queda
como residuo concreto del que fue,
es enterrado y con el tiempo disuelto entre las sustancias de la madre tierra.
Contiguo a esta cruda realidad están las liturgias, religiosa y social,
que normalmente suceden
con motivo de la muerte de una persona.
Luego queda el recuerdo entre quienes lo conocieron,
de la persona que fue en vida el ahora fallecido.
Y luego puede que el recuerdo se extienda y perdure en las obras que haya realizado la persona mientras vivía.
Este último recuerdo puede extenderse incluso por siglos y milenios pero, como es lógico, deformado por el tiempo.
Los recuerdos colectivos,
a veces incluso fantasiosos, hacen que las sociedades perduren y se proyecten hacia el futuro.