Recuerdo bien cuando escuché a Raphael por primera vez,
«Yo soy aquel», un medio día tomando mi pequeña siesta del almuerzo.
Eran los tiempos de las dos jornadas, mañana y tarde 4 y 4 con 2 de almuerzo, de 7 a 11 y de 1 a 5.
Era la vieja Costa Rica que se estaba yendo.
Cuestión de minutos y después a correr de vuelta al trabajo, yo de 21.
Me gustó, me encantó su mímica y su estilo delicado,
que en el rudo mundo de los 60 era aún más extraño y original.
La voz grave, sin mucho destello
pero magistralmente gobernada.
Había (y hay) a quienes les repugnaba.
Raphael representó una ruptura en un mundo viril,
por sus gestos.
La originalidad es su clave.
Y puede ser, y eso qué, que sea fémino en sus movimientos. Pero más bien flamenco.
Es doble el agrado si se puede ver y oír a un tiempo,
sobretodo en sus años juveniles.
Surgió con ímpetu a inicios de los 60 y ha hecho una larga carrera.
El escenario es su tierra firme.
Fue una revelación cuando apareció.
Claro que se ha ido gastando su voz,
pero el sigue cantando, tiene 81 años.