Torbellino y Chepe Chanchos eran dos personajes muy conocidos en el pueblo donde, por sus mínimas dimensiones, todos nos conocíamos al detalle. No los recuerdo, o más bien, lo más seguro es que no eran conocidos sus nombres de pila, en vista de lo notable de sus apodos.
Torbellino era corpulento, casi rubicundo, tomador y pendenciero (seguramente por eso le decían como le decían). Chepe en cambio era pequeño de estatura y de piel morena, como éramos la mayoría de por esos andurriales, donde andaba el blanco europeo, el indio originario y el negro que vino con los conquistadores, por entre la sangre de la mayoría de los oriundos de ese litoral Pacífico. Y era calladito de modo y de los hombres callados líbrame Dios, dice sabiamente el dicho popular.
Y bien, siguiendo con el cuento, resulta que Torbellino era policía en el pueblo y vivía en la ribera del río Barranca, como a tres kilómetros del pueblo, yendo por Marañonal, por un camino empolvado en verano y embarrialado en el invierno que era más copioso en ese tiempo.
Y Chepe, a quien le agregaban el Chanchos por su oficio de andar por las fincas y vecindades recogiendo chanchos, que los arriaba en manada, a pie, él solito, hasta el rastro del pueblo, para surtir de carne a las carnicerías del mercado. Su humilde casa estaba en el mismo camino en que estaba la de Torbellino, antes de comenzar a bajar la cuesta empinada y sinuosa que llegaba por fin hasta el río, precisamente por donde estaba la casa de Torbellino.
En el ir y venir de ambos personajes, siempre temprano en las mañanas, era frecuente que Torbellino y Chepe se toparan, uno hacia el pueblo a cumplir sus obligaciones de policia y, el otro, hacia las parcelas vecinas del río a recoger y arriar los chanchos.
Esa fue una rutina de años, quien sabe cuántos. Pero los años no pasan en vano para las trapisondas de este mundo, qué va, tamaño enredo se fue armando con el transcurrir del tiempo. De modo que, en el ir y venir de cada uno de estos personajes se fue dando, espontáneamente, una relación, un vínculo personal entre cada uno de estos personajes y la mujer del otro. Lo que podríamos llamar un fuego cruzado en el amor.
De modo que los saludos al pasar fueron acortando distancia y, con los días, incluían parada técnica como se dice en el argot de la aviación; mutuas simpatías, acercamientos, cafecito y vaya uno a saber qué más. Qué torta, porque las dos familias involucradas eran numerosas de carajillos y carajillas. Y con hombres como Torbellino y Chepe Chanchos, no se sabe lo que puede pasar.
Curiosamente, el ambiente y las relaciones en sendas casas transcurrían con normalidad, sin pleitos, sin ásperas discusiones y hasta con cierto entusiasmo condescendiente se puede decir, aunque la sospecha de lo que estaba ocurriendo estuviera, como estaba, íntimamente confirmada por todos y cada uno de los involucrados. Y esto sí que es sospechoso, cuando se trata de un caso en el que se asoman, claramente dibujados, los puntiagudos cuernos de la infidelidad.
Ya sabemos que Chepe era introvertido, calladito y Torbellino pendenciero, extrovertido que no aguantaba nada. Y una mañana temprano, como todos los días de la semana que eran de guardia para él, ya tomados el cafecito y el pinto con huevos que le preparaba su esposa, vestido con el uniforme reglamentario, limpio y planchadito como de costumbre, mientras se abrochaba el cinturón con el revolver y los tiros de rigor, sucedió por fin, que Torbellino tomó la grave resolución que venía madurando desde hacía tiempo.
El problema tenía que terminarse. Las cosas no podían seguir así. Había que cortar de cuajo, sin importar las consecuencias. Esa recordada mañana Torbellino salió de su casa con paso decidido, claramente resuelto. Lo había pensado bien y las consecuencias, a fuer de pensar y pensar y darle vueltas al asunto, ya no le arredraban.
Y fue así que, subiendo la caracoleada cuesta del camino vio venir, desde arriba, entre las brumas del polvazal, a Chepe, que tomaba la curva de bajada, con el machete al cinto, como era su costumbre. Pasó un rato antes de que se toparan frente a frente, en medio de aquella polvorienta soledad pero, en el momento en que se cruzaban, antes de que cada uno tomara las espaldas del otro, como se dice en la jerga del fútbol, Torbellino se volvió de frente hacia Chepe y le espetó: “Chepe, los dos sabemos bien lo que está pasando, y sabemos que no debe continuar. Lo mejor es que cambiemos de mujer con todo y los chiquillos, para evitar complicaciones”. Y Chepe no lo pensó dos veces, o ya lo había pensado bien el condenillo y le respondió, “Estoy de acuerdo Frank” (que así se llamaba Torbellino, cosa que yo no supe hasta ese momento).
Y el intercambio se dio, no de casas, ni de cosas, sino de mujer e hijos. Solo hubo un muchachito, hijo de Torbellino, que no aceptó el intercambio y se fue a vivir con una señora, que lo acogió amorosamente y lo crió como si fuera su propio hijo. Lo conocí porque por el camino donde vivían ellos pasaba yo, cuando iba hacia mi cabaña de Lomalta. Y colorín colorado, este cuento está acabado.