Vivo solo y yo mismo me cocino mis alimentos.
Y por molesto que sea, tengo que hacerlo bajo el asedio de las moscas.
Pobres, ellas y yo.
No hay manera de quitárselas de encima.
Cocino en pequeñas dosis y cuando me sirvo, dejo la sartén o la cacerola con algunos residuos, para que las moscas se entretengan y me dejen comer tranquilo.
¡Ah! ¡Pero no!
No se dan por satisfechas y, en vez de aplicarse a las sobras que generosamente les dejo, ni las ven siquiera, tienen que venir a mi plato en el que estoy comiendo, a disputarme y contaminarme los alimentos.
No entienden, no entran en acuerdo, pobres de entendimiento. Y no me queda más que liquidarlas con el matamoscas.
Podrían comer a satisfacción en las sobras que les dejo, pero no, tienen que venir a la mesa a disputarme mi propia comida. Y cuando de disputa se trata, los Homo Sapiens somos formidables. Al punto de que vamos liquidándolo todo a nuestro derredor, y ya tenemos al planeta en jaque.
Tal parece que esas moscas están humanizadas, pues son neciamente competitivas. Y dan la vida por ello.
¡Qué bárbaras, se parecen tanto a nosotros!