Roderico Rodríguez, escritor costarricense

Las camas verdes

Esos eran otros tiempos no hay duda. En mi pueblo, la iluminación por las noches era, únicamente, en el casco central de la pequeña ciudad y consistía en un bombillo de tenue luz parpadeante cada media cuadra. Y muchas orillas y rincones del pueblo quedaban en penumbra, aparchonados de sombra. Cuando eran las siete de la noche, normalmente, la gente ya estaba recogida en sus casas, en sus habituales tertulias familiares antes de irse a la cama.

Pero yo, un poco díscolo como he sido siempre, a veces aprovechaba esas horas para tener encuentros amorosos furtivos. No era fácil, había que jugársela por ahí, al amparo de las sombras, bajo la discreta luz de las estrellas y en camas verdes, como solíamos decir entonces.

En esos retiros en que nos recogíamos era fresca y dulce la brisa con olor de campo. Era riesgoso el lance por la posible intrusión de noctámbulos que podían pasar y estropearlo todo. Pero siempre encontrábamos la forma de salir adelante, aunque no faltaron los fiascos y las inesperadas interrupciones de transeúntes que, viéndolo bien desde la distancia que impone el tiempo, no dejaban de agregar emoción al momento. Son memorables para mí los buenos ratos que pasé al descampado, en las faenas del amor, con el hondo cielo estrellado como testigo.

Recuerdo que después, el ingreso a mi casa tenía que hacerlo sigilosamente para no ser advertido, lo que era prácticamente imposible. Casi siempre mi padre lo notaba y, al pasar por la puerta de su cuarto, con todo y su habitual seriedad, el viejo socarrón me decía “Ahí en la repisa está el alcohol”.

Esos eran otros tiempos, no hay duda.