Roderico Rodríguez, escritor costarricense

El fabricante de guitarras

He venido teniendo trastornos de la memoria que son propios de la edad, según me dicen. Eso tal vez puede explicar mi confusión y olvido, pero no lo que realmente sucedió, como podrá ver el amable lector.

El caso es que yo supe de su muerte de él, al punto que, en una ocasión, le di mis sinceras condolencias a Marta, su esposa, un día en que coincidimos en el mercado del pueblo. Él había sido tan importante para mi cuando trabajaba en el taller de mi padre y yo era solamente un niño; me daba bromas y me contaba cuentos y chistes con su buen humor de siempre.

Por esos días yo estaba recién llegado al pueblo, de regreso de una vida entera de viajes y lejanas aventuras por el mundo. Se trataba pues de un retorno a mis ya casi olvidadas raíces, y me causó gran alegría enterarme que Carlillos, así se le llamó cariñosamente toda la vida, era un artista en la fabricación de guitarras pues, desde muchacho, tenía yo el propósito de aprender el oficio, que había sido también el de mi padre.

De modo que es un gusanillo que traigo en la sangre, como se dice, y sentí intensamente que era mi oportunidad. Lo cierto del caso es que fue tal la emoción que, sin pensarlo dos veces, una noche espesa de neblina y sin luna, me fui a visitarlo en su casa. Marta había salido por un motivo familiar y estaba solo. Me recibió con visible alegría y, de seguido, me pasó al taller que, muy bien acondicionado, tenía en la parte trasera de la casa.

Recuerdo que me contó viejas y divertidas anécdotas del pueblo y rememoró historias y chiste que contaba papá. Por último, antes de retirarme, le propuse que me recibiera como aprendiz en el taller y me dijo que sí, con gran entusiasmo. Y agregó: “No hay tiempo que perder Rodri, así me han llamado siempre en el seno familiar, comenzaremos temprano mañana mismo”. Esa noche la pasamos requetebién, tuvimos una efusiva velada de recuerdos, de mutuas simpatías y también, no lo voy a negar, de buenos tragos de whisky escocés.

Cuando me retiré ya era avanzada la noche. Estaba deseoso de llegar a mi cabaña para saborear el resto de la noche y, desde Loma Alta, presenciar la migración de las estrellas. Pero en el trayecto, me encontré de pronto extraviado en una oscura selva de recuerdos, vagando por las calles solitarias del pueblo. De las pequeñas casas viejas surgían voces y ecos que me parecían familiares, escuché, o me pareció escuchar, nítidamente, a mi padre que silbaba alguna de sus acostumbradas melodías y también oí canturreos que venían desde el viejo caserón de mis abuelos.

Estando en ese trance de ensueño y recordación, en una esquina me topé de frente con Marta que volvía de su visita familiar. Un poco atareado por el repentino regreso a la realidad, le conté de mi entrevista con Carlillos y le dije que, al día siguiente en la mañana, iniciaría como aprendiz. Primeramente puso cara de horrorizada y después alcanzó a gritarme: “Pero cómo se le ocurre, si a Carlos lo enterramos el mes pasado”, mientras se daba a correr despavorida.