Me acuerdo de Maquillo.
Se mató por un amor.
La recuerdo a ella cuando vivía en la esquina noreste de la plaza,
en una de las viejas casitas de madera encalada que habían ahí.
El pelo dorado ensortijado.
Su rostro blanco, un poco revejido,
y unas caderas y unas piernas espectaculares.
Enagua de falda volada. Enfermera si mal no recuerdo.
A Maquillo lo recuerdo
por su atildada forma personal de ser,
vestido todo de blanco. Ebanista, dibujante, puro estilo; sus dichos, sus maneras.
Como salido de una mitología. Fue mi maestro de trabajos manuales en 1* y 2* grados de la escuela.
Años después, mi padre y Chichí Chan, en asocio con un señor Quijano,
pusieron un taller de ebanistería y carrocería de camiones, a 150 varas de la plaza de fútbol,
y allí vino a trabajar Maquillo con el señor Quijano.
Y resulta que un domingo en la tarde,
cuando estaban Chichí y papá concentrados haciendo cuentas,
solos en aquel inmenso galerón,
vieron entrar a Maquillo por la puerta de enfrente,
de blanco vestido, esbelto, con sus alcoholes entre pecho y espalda.
Y resueltamente se dirigió al fondo del taller,
abrió la gaveta del esritorio de Quijano, empuñó el arma, se la llevó al pecho, y en el momento dijo: “Agarren pintas”.