Hubo veces en mi vida en que estuve enamorado hasta la coronilla.
Era una locura, una necesidad y, a la vez, una plenitud; una dolorosa contradicción.
No cualquiera se enamora así, como si fuera una emergencia, la guerra y la paz, una gloriosa victoria y una humillante derrota.
Esos estados, pensándolo bien desde una distancia retrospectiva, solo así pueden verse con calma, esos enamoramientos tan aferrados, como si solo esa persona, esa mujer, fuera lo que importa en el mundo, lo que le da sentido y lo completa, esos estados digo, son estados de profunda necesidad, de vacío de afectos y experiencias que no los hubo cuando tenían que darse naturalmente, en la niñez y la adolescencia, y que quedaron petrificados, momificados, así de por vida.
Son huecos existenciales que no se llenan con nada, y que es mejor acostumbrarse a llevarlos con disimulo hasta la muerte.
Y sobre todo evitarlos a toda costa, porque son como los huecos negros en el espacio de las estrellas, tal su fuerza destructiva y de atracción.