La Cultura del Pobrecitico, Libro del Dr. Pierre Thomas Claudet

La Cultura del Pobrecitico – El Pobrecito Salado

Autor: Pierre Thomas Claudet


Pierre Romain Rolland Thomas Claudet - La Cultura del Pobrecitico Salado en Costa Rica
Pierre Romain Rolland Thomas Claudet – La Cultura del Pobrecitico Salado en Costa Rica

Como primer punto argumental en abono a la tesis de un subdesarrollo psicológico antes que económico, creo necesario hacer referencia al hecho de que, en la generalidad de las interacciones que se llevan a cabo entre nuestros coterráneos, sea en el seno del hogar, del trabajo o de los intercambios y pasatiempos sociales, predominan en forma habitual las manifestaciones de desvalorización cuando no de descalificación de unos y otros.

Esta aseveración se fundamenta en el hecho de que, independientemente de la naturaleza del tema, cualidades, situaciones o actuaciones de las personas, es común el que la gente desvalorice la capacidad de acción de los otros, sea del interlocutor o de aquellas personas de quienes en ese momento se habla, externando mediante el uso de los conceptos de “pobrecito” y de “salado”, conmiseración o lástima con respecto a la necesidad u obligación que éstos tienen de realizar algo, de asumir algún deber o enfrentar una situación natural y universal.

Es así como, por ejemplo, es muy corriente escuchar, en cualquier conversación, la expresión más o menos sistemática del concepto de “pobrecito”, ya sea porque el otro está enfermo, está embarazada, está “de goma” (con resaca), está en aprietos (económicos, amorosos otros), está cansado, está en el trabajo (o el colegio), o bien porque tiene que estudiar, trabajar, levantarse temprano, caminar, cocinar, presentar un examen, cumplir con un deber… cuando no porque “se sacó” una mala nota, perdió sus cosas, lo castigaron o lo regañaron, y así sucesivamente.

De hecho se podría hacer una lista interminable de situaciones y acciones por las que los protagonistas son corrientemente calificados de “pobrecitos” por unos y otros, dando así a entender que el receptor del epíteto es digno de lástima por lo que hizo o por lo que le ocurre (aunque ello sea algo totalmente normal e, incluso, deseable).

A su vez, en muchos casos esta desvalorización expresada a través del concepto del “pobrecito” es reforzada a menudo con el adjetivo de “salado”, el cual tiene por lo general dos connotaciones: una es la de hacer evidente la situación o posición desafortunada del “pobrecito”, víctima de un entorno o un destino habitualmente percibido como adverso; la otra connotación es una forma de descalificación pasivo-agresiva del problema o situación que el otro enfrenta, con independencia de la naturaleza de éste.

Es así como con frecuencia se escucha esta expresión aplicada a hechos atribuibles a las actuaciones de la misma persona o de terceros, sin por ello censurarlas, sino más bien denotar con cierta inflexión burlona o agresiva, lástima o desprecio hacia el otro por las consecuencias obvias que se derivan de ello. Al respecto me permito citar, como botón de muestra, los siguientes ejemplos tomados de conversaciones corrientes: “salado” porque lo pescaron copiando, lo multaron por manejar con tragos, le cortaron la luz, le cobraron un recibo, lo abandonaron por grosero, etc… “salado” por llegar tarde, quedarse dormido, perder el puesto… “salado” porque lo timaron, le dieron más trabajo o “le dieron vuelta”, y así sucesivamente.

Del mismo modo “salado” es aquel que no saca nada en la lotería o la “raspadita”, aquel que pierde un exámen o no tuvo suerte en el “lance”, o que sufre una situación desagradable por ser honesto, puntual, responsable, etc.

Asimismo es frecuente escuchar estas manifestaciones de desvalorización y descalificación del otro con motivo de que éste no comparta los conceptos o hábitos del primero, como en el caso del abstemio que es “pobrecito” porque no lo invitan a compartir en las fiestas con los “amigos”, pero también es “salado” porque no ingiere licor.

También aquel individuo que es “salado” por padecer un determinado mal, y al mismo tiempo“pobrecito” ya que a raíz de la dieta prescrita por el médico tiene que dejar de consumir aquello que justamente le ofrecen (a veces a sabiendas de que no puede o no debe ingerirlo, con lo que al mismo tiempo se le agradece).

Por su lado, es igualmente corriente el que las personas apliquen el adjetivo de “salado”, a menudo con un dejo burlón, indicándole por este medio al interlocutor que el problema que enfrenta, sea por su ausencia o por su participación en…, o por las actuaciones de terceros (entre ellos del propio emisor del término) es un problema exclusivo de él o ella, y que el primero no siente ningún remordimiento o pena por lo que hizo o dejó de hacer.

Tal es el caso, por ejemplo, de aquella persona que hace abandono del trabajo o incumple con un compromiso; ante la observación o reclamo del afectado, alza los hombros porque el “salado” es éste, ya que es él quien tendrá que ver qué hace con lo inconcluso o la continuación de las tareas.

De la misma forma se puede citar el caso de aquel adolescente que llega a deshoras de una fiesta y que, ante el reclamo de la madre, le espeta a esta el adjetivo de “salada” por haberse quedado despierta o angustiarse esperando el regreso del retoño.

Tal como lo sugieren estos ejemplos (tomados como botón de muestra), además de no tomar en serio el mensaje transmitido o la acción propia (autodescalificación) o realizada por el otro, el empleo habitual y continuo de estos epítetos de “pobrecito” y de “salado” tienen a menudo el propósito de descalificar a la persona misma, autora o víctima del hecho.

Asociado a lo anterior, cuando el tema de discusión se refiere a terceros, y en particular a alguien de quien se haga mención de alguna cualidad o mérito, es común escuchar de parte de uno o varios de los presentes expresiones despectivas para con el otro minimizando o desvalorizando las cualidades o méritos de este (“serruchada o bajada de piso”). Esta reacción se presenta principalmente en aquellos casos en que la persona de quien se habla es percibida por alguno de los presentes como un eventual rival en cuanto a la consecución de alguna posición, nombramiento o reconocimiento al que éste aspira o considera tener derecho, o porque el ensalzamiento del otro pueda empañar la imagen del interlocutor.

Como consecuencia de ello no es sorprendente observar que el “afectado” se dedique, a veces con cierta saña, a exponer los defectos o fallas del otro, resaltando sus propios méritos frente a las deficiencias del “rival”. Por lo general, la actitud denigradora asumida en estos casos responde a la necesidad del autor de valorarse a sí mismo ante los ojos de los presentes, desacreditando o incluso difamando a quien es tema de la conversación, conducta que refleja a menudo una proyección del primero, quien no puede admitir el reconocimiento que se haga del otro.

En lo que respecta a la costumbre muy común de compadecer cuando no de denigrar al otro, por tener que llevar a cabo alguna acción, asumir una obligación o responsabilidad normal y natural, o de afrontar una situación personal inherente a su condición de individuo, sea que se trate de un niño o de un adulto, cuando no por sufrir las consecuencias lógicas de una determinada conducta o estilo de vida, la conducta observada en forma reiterativa refleja, de hecho, el cultivo de un clima paternalista y conmiserativo que por su uso universal termina por constituirse en un componente cultural en el que se pone de manifiesto una tendencia generalizada de auto y heterodesvalorización por parte de la mayoría de los individuos que participan de dicha cultura.

A su vez, desde una perspectiva psicológica, además de la expresión de lástima hacia los hechos de los demás, por más simples u obvios que estos sean, esta conducta implica la introyección, por parte de quien la asume, de una autoimagen de infravaloración, y a menudo de autodesprecio y de una autocompasión que proyecta en el interlocutor. En efecto, la proyección es uno de los principales mecanismos de defensa, una forma de reaccionar ante la frustración, sea esta causada por descubrir un rasgo negativo en sí mismo, o por la adopción de una autoimagen o posición existencial de infravaloración.

Toda vez que el común de las personas no pueden aceptar para sí mismas determinadas características, tienden por consiguiente a ubicarlas en las demás personas, a proyectarlas en el otro. Tal es el caso del autodesprecio y de la autocompasión, cuya presencia en la persona provoca que esta se sienta en e fondo mal consigo misma, y como mecanismo de defensa, al proyectar en el otro dichos sentimientos de minusvalía, intenta de forma más o menos consciente que el otro se sienta peor (lo cual a menudo consigue).

De esta manera, se hacen la ilusión de estar mejor que el interlocutor. Desde esta perspectiva, al considerar al otro como “pobrecito”, o como un sujeto plagado de defectos y fallas, y en particular cuando esta conducta responde a un fenómeno que, para su manifestación reiterativa y común, se inserta dentro de un comportamiento cultural. Dicho fenómeno implica básicamente una constante invitación como “víctimas” de sus situaciones y de los deberes u obligaciones. Además, dicho fenómeno sirve de escudo para justificar el no tener que asumir responsable y disciplinadamente las situaciones vitales de carácter personal, familiar, social, laboral y otras.

La adopción más o menos generalizada por parte de los individuos de esta autoimagen desvalorizada y proyectada en los demás, es el producto de los aprendizajes infantiles en el seno de contextos familiares, escolares y sociales de carácter esencialmente paternalista, conmiserativo y ambivalente en función de esquemas conceptuales y de conducta anárquicos y condescendientes para con los niños.

Dentro de estos contextos, los mayores tienden por lo general a asumir aquello que corresponde a los“pobrecitos”, o a eximirlos de aquellas actividades que en realidad les correspondería realizar. Así los liberan de toda obligación y responsabilidad.

Asimismo, con suma frecuencia dicho esquema se complementa con la frecuente tendencia por parte de los progenitores o familiares, de excusar al pequeño por sus fallas y a responsabilizar más bien a terceros por las consecuencias de estas. Tal es el caso, muy común, de aquellos padres que frente a las dificultades o vicisitudes escolares del retoño, exclamaban que es el maestro el culpable de ellas ya sea por exigir más allá de la cuenta, o por ser un individuo autoritario, rígido, cuando no un inútil, ignorante o estúpido.

Lo mismo se observa, con frecuencia, ante el caso de la “pobre” o inocente adolescente a la que aquel sinvergüenza embarazó (y por consiguiente es el único culpable del hecho). O el caso de aquel chiquillo que fue golpeado por otros (independientemente de que haya o no provocado la agresión), fenómeno que también se aplica, a menudo, para el mismo adulto que es víctima de un “amigo” que le robó la novia o la esposa, de un jefe o colega desgraciado que le birló el puesto, el negocio o la idea, amparado a su posición ocupacional o a sus compadrazgos políticos (“patas”), o a actuaciones de dudosa moralidad (en particular cuando es el caso de una mujer).

Esto explica, además, el motivo por el cual la generalidad de las personas se conciben a sí mismas como víctimas de las actuaciones de terceros, y por lo tanto se sienten incapaces de admitir una eventual responsabilidad personal en el hecho ocurrido.

Esta conducta se reporta, en muchos casos, proyectando incluso hacia objetos a los que se acusa por lo sucedido. Por ejemplo, la culpa la tiene el vehículo por el atraso sufrido (ya que se desinfló, o no quiso arrancar, sin admitir el que en realidad la “víctima” saliese tarde para la cita) o a la que le incumbe a la cocina por quemar, o al bolígrafo por gastarse.

Con frecuencia, dichos esquemas conceptuales y conductuales que conforman lo que podríamos denominar “la cultura del pobrecito”, se complementan en el seno de las familias, con una tendencia pronunciada de los adultos a complacer, en forma más o menos inmediata y sin mayor análisis en cuanto a las eventuales consecuencias educacionales de ello, las exigencias y caprichos infantiles.

Esta actitud complaciente del adulto obedece, por lo general, al temor que éste experimenta ante la negativa que otros puedan formular al equipararla con un rechazo, no a lo solicitado sino a la persona, por lo que no se atreven a negarle al niño, para que éste no se sienta rechazado.

Como consecuencia de ello, a menudo los niños se ven eximidos de la necesidad de aprender a valorar sus solicitaciones y a postergar la satisfacción de sus deseos, con lo cual la generalidad de ellos nunca logran superar un egocentrismo natural, conservándolo cuando son adultos.

Este mismo fenómeno se observa igualmente en el caso de numerosos adultos que, al no soportar una negativa (interpretada no como indisponibilidad del otro o no aceptación de lo propuesto, sino como un rechazo directo hacia el solicitante), entran en conflicto con el otro, cuando no enfrentan un conflicto personal ante el compromiso denegarle al petente su invitación o pedimento por lo que termina accediendo a sabiendas que de todos modos no lo va a cumplir.

Tal es el caso de muchas personas que acceden de palabra a determinados compromisos sin que por ello se sientan en realidad comprometidas a cumplir. En el momento oportuno recurren a cualquier tipo de excusa para disculpar dicho incumplimiento, situación común no sólo en los políticos, sino en las autoridades de distinto cuño, e incluso amistados, conocidos y contratistas.

Como es de suponer, estas actitudes de los adultos tienen como efecto el incapacitar a los niños (al mismo tiempo que se autoincapacitan) para aprender a activar en forma positiva y asertiva sus potenciales intelectuales y volitivos reales.

 

Marie Constanze Claude (Maman Colette), Pierre & Jacques Thomas
Marie Constance Claudet (Maman Colette) – Pierre – Jacques Thomas

Tal es el caso de los infantes o adolescentes (e incluso adultos) que siguen siendo conceptualizados por sus padres como si fuesen bebés (con más frecuencia por la madre), y a quienes identifican mediante sobrenombres o diminutivos infantilizantes, de las “pobres víctimas” de un sistema escolar que los“abruma” de trabajo (y cuyas madres les hacen las tareas).

O sino el caso de aquellos varoncitos cuyas madres o hermanas les descargan toda obligación de carácter doméstico (ya que los pobrecitos no están hechos para tales cosas, sino para ser servidos). También está el caso del joven adulto que todavía no decide enrumbarse en la escogencia de una carrera u ocupación, o que no logra mantenerse en un trabajo, etc.

Este es el mismo caso de todos aquellos jóvenes que, al tener que enfrentar situaciones físicas o intelectuales que requieren de parte de ellos un determinado esfuerzo, dedicación y disciplina, son con suma frecuencia desligados por los adultos de toda obligación y responsabilidad, al asumir éstos por aquellos las acciones correspondientes. Esto ocurre por ejemplo con muchos estudiantes universitarios cuyos padres se encargan de las gestiones administrativas, cuando no de reclamo ante amistades que ocupan posiciones de autoridad, por una calificación insuficiente puesta por algún “desgraciado” profesor (a veces so pretexto que le tienen “ojeriza” a la pobre víctima).

Por lo general, estas actitudes parentales obedecen tanto a sus proyecciones sobre su descendencia, como a su percepción de que cualquier obligación se constituye en una imposición o exigencia injusta para con el “pobrecito”, obligado por ello a sacrificarse para hacer lo que de hecho le corresponde realizar, en lugar de descansar o de ir a jugar o disfrutar con los demás. Esto con el pretexto de que todavía es niño o joven, y por lo tanto tiene derecho a disfrutar libremente de la vida (concebida por muchos de ellos como dura y adversa, cuando no injusta) y que aun hay mucho tiempo por delante para tener que asumir desde ya obligaciones (racionalización).

Por consiguiente, no es de extrañarse que cuando son adultos los “pobreciticos” que se han formado bajo estos esquemas de educación familiar muy comunes, sean a su vez incapaces de asumir adecuadamente sus propias obligaciones al conservar una mentalidad infantil (o mas bien pueril), la cual los impulsa a canalizar preferentemente sus energías a la evasión de obligaciones y deberes, sean estos de índole familiar, laboral o comunitario.

En efecto, además de inhabilitarlos para hacer un uso óptimo de sus potenciales intelectuales y volitivos, al fomentar la evasión de las obligaciones y responsabilidades, la “cultura del pobrecito”que subyace tras estos esquemas educacionales impone, para quienes se han formado y se desenvuelven bajo su alero, un esquema conductual típicamente egocéntrico, inmediatista heterónomo, como reflejo evidente de su estancamiento en cuanto a su desarrollo psicológico personal.

Esto es así ya que estas personas terminan por desempeñarse a través de conductas en las que prevalece el temor, la timidez, la confusión o la infravaloración, asociadas por lo general a actitudes de evidente docilidad (a menudo pasivo-agresiva), conformismo y dilación, cuando no envidia ante otros más afortunados. Estas conductas bloquean cualquier manifestación espontánea de la personalidad, al hallarse dominadas por sentimientos de culpa, ansiedad, preocupación, resentimiento o celos, cuando no buscan manipular a los demás (haciéndoles sentirse culpables de…) o demuestran comportamientos netamente superficiales, impulsivos e irreflexivos, egotistas e irresponsables (para consigo mismo y los demás).

A raíz de ello, e independientemente de su situación social, educativa y ocupacional, al aferrarse a patrones conceptuales predefinidos y a menudo inmutables, prefiriendo depender por completo de lo que decidan quienes asumen las posiciones de dirección y autoridad, en lugar de asumir iniciativas y acutar por su propia responsabilidad, la generalidad de estos individuos demuestran una supeditación evidente a mandatos de “no pienses”, “no crezcas”, “no hagas” o “no lo logres”, lamentablemente muy comunes en todos los niveles de nuestro contexto social.

Como consecuencia lógica de esta supeditación a las decisiones de terceros, y la consiguiente auto-inhibición para actuar, la gran mayoría de las personas afrontan una serie de severas auto-limitaciones que las impulsan por lo común hacia un desempeño basado en principios operacionales exclusivamente vegetativos, imitativos y reproductores de lo aprendido o establecido, sea en un plano personal, de trabajo o comunitario.

Demuestran en esta forma una carencia crónica de iniciativa, de creatividad y de capacidad crítica. Es así como resulta frecuente observar a obreros o empleados que, fuera del ritual ocupacional acostumbrado, no mueven un dedo para realizar algo distinto si no son incitados o empujados a ello por sus jerarcas. También se puede observar a amas de casa supeditadas a una simbiosis que las induce a depender en lo más mínimo del consentimiento de sus consortes (o madres) para realizar cualquier acción (sea esta corriente o inhabitual), e incluso para la escogencia de lo que tiene que comprar o “ponerse” (trátese de provisiones normales, de ropa o de cualquier otra cosa).

Asimismo, es común observar a escolares, colegiales e incluso universitarios que demuestran una importante ausencia de iniciativa e interés por estudiar o realizar algo que vaya más allá de lo que sus maestros o profesores les pidieron que hicieran, leyeran o estudiaran. Así como a profesionales que se limitan a aplicar lo que aprendieron en el pasado, sin buscar ampliar o perfeccionar sus técnicas operacionales (si bien siempre reclaman mayores ingresos, salarios u honorarios).

Además, obnubiladas por ciertos prejuicios y fantasías, la mayoría de estas personas tienen a alimentarse de ilusiones y a actuar en forma más o menos automática frente a sus situaciones vitales, a confiar exclusivamente en la suerte y culpar, de manera invariable, a los demás. Suelen culpar a las situaciones y a la mala fortuna cuando las cosas no se dan o no salen como debiera de ser. Este fenómeno se puede observar con suma frecuencia en cualquier ámbito de nuestro contexto cultural.

A su vez, al asumir determinadas posiciones o funciones de carácter directivo y jerárquico (por lo general, gracias a la intervención de situaciones socio-políticas circunstanciales, o simplemente por el arrastre de la antigüedad). El común de la gente considera que, a partir de algún misterioso proceso de naturaleza osmótica, la simple nominación a un puesto o el ejercicio de una función, le proporcionan al individuo atributos particulares con base en el principio ilusorio de que “la función hace a la persona”, en lugar de que sea la persona quien se desempeña activamente en una función.

En asocio con esta falacia, es muy corriente que al sentirse “investidas” con la autoridad de su función, de su puesto, o incluso de un uniforme, las personas enmascaran sus deficiencias operacionales (nivel de incompetencia), ya sea mediante la adopción de conductas arbitrarias (a menudo carentes de toda lógica), ya sea apegándose en forma rígida a la letra de normas y procedimientos, o emitiendo juicios parciales a partir de criterios insuficientes o de fórmulas enajenadas, cuando no de estados anímicos transitorios.

A su vez, estas mismas personas tienden a reaccionar hacia quienes dependen administrativa, económica o laboralmente de ellas, mediante las mismas actitudes autoritarias, anárquicas o ambivalentes a las que estuvieron expuestas en su juventud. Tal es el caso típico de los padres en sus relaciones con los hijos, de los maestros hacia sus alumnos, de los superiores jerárquicos hacia con sus subalternos e incluso de los administradores hacia sus administrados, con lo que se mantiene en vigencia un contexto socio-cultural en el que prevalece lo que muchos denuncian como“paternalismo”, “palanganeo” o “abuso del poder”.

Esta conducta anárquica, ambivalente y paternalista señalada, y en particular el trasfondo formativo y cultural subyacente, impiden a la generalidad de las personas educadas en el contexto del“pobrecitico”, el desenvolverse en forma asertiva y autónoma. En efecto, al mantenerse por lo común dentro de un esquema funcional de carácter esencialmente heterónomo, en lo que respecta a la organización y definición de sus pensamientos y acciones personales, estas personas dependen en lo esencial de las conductas de los demás y del vaivén cotidiano de los acontecimientos físicos y sociales.

Esto se debe a que estas personas se perciben a sí mismas como víctimas dominadas o empujadas por los sucesos, y no como co-actores o co-partícipes de estos. Este fenómeno es muy conocido por muchos psicoterapeutas, familiarizados con la tendencia común a la generalidad de sus pacientes de plantear una multiplicidad de quejas con respecto a la conducta de terceros (cónyuge, padres, hijos, compañeros de trabajo, superiores jerárquicos, etc.), o con relación a situaciones sociales, económicas u otras que los afectan en determinado grado. Sin embargo, de manera sistemática rehúsan cualquier confrontación cuando el profesional intenta con ellos aclarar la participación personal de éstos, y su contribución en los hechos descritos.

Incluso, es muy frecuente observar (no sólo en clientes de psicólogos sino en cualquier persona) la tendencia a atribuir invariablemente a terceros (familiares, autoridades, organizaciones, gobierno) la responsabilidad por sus propias formas de pensar, de sentir y de actuar, negando que ellas sean, en realidad, las autoras de dichos pensamientos, sentimientos y acciones.

Además es corriente observar que la mayoría de las personas canalizan de preferencia sus energías hacia una supuesta auto-protección frente al avasallamiento (real o supuesto) de los demás. Esta auto-protección a menudo se expresa justamente mediante el avasallamiento de los otros, en particular de aquellos que, en un momento dado, se encuentran objetiva o subjetivamente en estado de invalidez o de subordinación.

Y este avasallamiento consiste, por lo general, en la reproducción de los esquemas de desvalorización de los demás al activar el individuo sus impulsos “protectores” o sus prejuicios conmiserativos, y a su vez buscar la forma de mantener al otro en estado de dependencia, tal como se manifiesta, de hecho, a través del uso continuo de los epítetos de “pobrecito” y de “salado”.

Como corolario de lo anterior, es común la falacia en relación con el concepto de superación personal, el cual es concebido en forma habitual, no en términos de un mejoramiento o perfeccionamiento intelectual o afectivo propios, sino en función del acceso a determinados peldaños o beneficios económicos-sociales, como el ascenso en el trabajo o un incremento de ingresos, cuando no la adquisición de una vivienda o de un vehículo. Con motivo de ello, para muchos es más importante, por ejemplo, el recibir un determinado título o diploma, que lo que realmente puedan aprender a través del correspondiente estudio, por lo que es común observar que tanto jóvenes como mayores se preocupan básicamente por estudiar o memorizar sólo aquello que “entra en el examen”, con el objeto de aprobarlo (o ganarlo), sin intentar en ningún momento ampliar “lo visto” en clases, con algún material complementario.

Asimismo, con frecuencia los individuos acceden a seguir algún curso de capacitación, siempre y cuando este se desarrolle en horas laborales, y no exija la realización de tareas extras. A su vez se sienten reforzados por la falacia conceptual de que la función o el título hace a la persona. La generalidad de nuestros coterráneos busca eliminar o apartar a sus eventuales rivales, no mediante una verdadera superación intelectual o tecnológica, sino con base en el recurso a la promoción verbal de sus méritos o exposición de certificados de toda índole, que han acumulado (correspondientes a menudo a una simple asistencia, a veces disfrazada de participación).

La exposición de estos certificados que engrosan el “currículum”, y la descalificación de las eventuales capacidades del otro (“bajada de piso”), se hace en función de los derechos “innatos” al individuo, o en base a su posesión de un diploma, nombramiento o “currículum”.

Además de la familiaridad con estos esquemas conductuales generalizados, la mayoría de las personas no sólo se identifican con ellos, sino que llegan incluso a considerarlos como fenómenos naturales, al asumir la predominancia de los derechos sobre los deberes. Tal es el caso, por ejemplo, de los funcionarios de los gremios profesionales, de los trabajadores sindicalizados, e incluso de los estudiantes organizados, quienes a través de sus recriminaciones y alegatos terminan, sin darse cuenta, defendiendo la desidia, la irresponsabilidad y la mediocridad, frente a todos aquellos que se atreven a recordarles o imponerles determinados deberes o tareas inherentes a sus obligaciones sociales, laborales o estudiantiles.

En asocio con lo anterior, para la generalidad de estas personas el trabajo carece de todo sentido en el tanto en que lo perciben a menudo como un mal inevitable u obligación social, cuando no una carga impuesta en función de los intereses de terceros, considerados por lo general como explotadores, y no como un servicio y compromiso con la comunidad, menos aún como una posibilidad de autorrealización.

Es debido a esta forma netamente pasivo-agresiva de responder a los requerimientos ocupacionales, que resultan tantos los adultos (al igual que los niños) que dedican las energías a evadir sus obligaciones. Lamentablemente, esta actitud es característica de nuestro contexto social, tanto de índole privado como oficial, gubernamental, e incluso académico y profesional.

Una de las formas más comunes para evadir las responsabilidades y obligaciones, es la carencia crónica de disciplina. Esta ausencia de disciplina se observa por doquier, y las personas hacen gala de irresponsabilidad y desinterés frente a sus compromisos, tanto laborales como incluso personales, motivadas al igual que los niños por necesidades inmediatistas, al adolecer de una evidente incapacidad anticipatoria y proyectiva con respecto a sus actuaciones cotidianas.

A su vez, a partir de esa capacidad anticipatoria, el manejo de las relaciones interpersonales y las responsabilidades personales, sean estas familiares, ocupacionales o sociales (como el manejo del tiempo, del orden, de la disciplina, etc.), se realiza de manera a menudo muy peculiar, con lo que la dinámica se desenvuelve conforme a una característica propia derivada de lo que denomináramos “la cultura del pobrecitico”. Como es lógico suponer, estos patrones conductuales implican invariablemente múltiples situaciones individuales y colectivas de carácter conflictivo, angustioso y castrante. Estas situaciones se traducen luego no sólo en decisiones y tomas de acciones anacrónicas y arbitrarias, que cierran el círculo vicioso en el que se encuentran atascadas la mayoría de las personas, sino que se traducen también en padecimientos orgánicos y psicológicos, progresivamente invalidantes.

En efecto, a medida de la generalización de estos esquemas conductuales, desde el imperio de la“cultura del pobrecito”, la sociedad se ve cada vez más carcomida por el virus de la mediocridad mental, por consiguiente, se ve expuesta a situaciones de estancamiento y subdesarrollo, tanto material como espiritual. Este es el mal tan lamentable que sufre Costa Rica.

Se hace imprescindible recurrir a un cambio radical de visión y de acción, antes de que este mal destruya por completo a nuestra sociedad.

Al estudiar y abordar con mayor detalle estos rasgos peculiares del ser costarricense, al analizar sus orígenes y sus consecuencias, procuramos no sólo identificarlos, sino además hacernos plenamente conscientes de ellos, para encontrar formas de corregirlos (en el plano personal y colectivo), a fin de librarnos de ellos y eliminar sus efectos negativos, tanto para una mejor interacción social como para un verdadero crecimiento y desarrollo psicológico de cada uno y de todos los ciudadanos de este país.

Dr. Pierre Thomas Claudet

La Cultura del Pobrecitico